Venga como venga, tome la forma que tome, mi futuro acaba de entrar a una fase decisiva. Ya he hecho todo lo que he podido para que las cosas salgan como quiero y, como dijo una buena amiga, la otra mitad queda a merced de mi destino.
De pequeño vivía en una casa con tres cuartos: La cocina-comedor-living, el baño y el dormitorio familiar. Dormía en una misma cama con mi hermano hasta que mi papá y mi mamá compraron una litera. Ellos dormían en una cama al lado de nosotros. Nuestra casa la había hecho mi papá, su hermano y mi abuelo. Era una vida modesta, pero mis padres se esforzaron porque mi hermano y yo tuviésemos la mejor educación que pudiésemos tener. Por eso se sacaban la cresta para poder pagarnos un colegio particular, al otro lado de la ciudad, donde la educación era cuidadosamente impartida. Mi madre nos había preparado mucho dedicándose a proveernos de juguetes que estimularon nuestra imaginación, nuestra mente y nuestras ganas de saber más crecían con cada centímetro que ganábamos. Mi papá nos enseñó las operaciones aritméticas básicas cuando teníamos siete años, y yo entré a la educación básica sabiendo leer. A pesar de que no vivíamos en una casa propia, que no tenía una pieza individual ni muchos amigos, no tengo malos recuerdos de mi infancia. Sé que no fue como la del resto, pero ahora que miro hacia atrás, siento que fue justo lo que necesitaba.
Hace ya trece años, a mitad de la enseñanza básica, nos cambiamos de casa. Salimos del terreno de mis abuelos y mi papá y mi mamá, que habían estado postulando a la casa propia, estaban emocionados porque una nueva etapa comenzaba en nuestras vidas. Nos fuimos relativamente lejos. Era un barrio nuevo, un aire nuevo. Cuando uno es más pequeño no dimensiona mucho las situaciones que vive, y no recuerdo haberme sentido tan distinto cuando recibí mi propia pieza. De hecho recuerdo que hubo un tiempo en que seguíamos durmiendo en el mismo cuarto, hasta que dividimos la litera y cada uno tuvo su propia cama, su propio espacio. Pero insisto: No recuerdo haberme sentido particularmente feliz por tenerlo. Si eso me pasara hoy sería muy distinto.
Ahora vivíamos en un condominio. No sabía que ese tipo de organización vecinal se haría popular durante los siguientes diez años. Más rápido de lo que pensaba estábamos cenando con los vecinos y sus hijos en una mesa de vidrio que mi papá había comprado para el amplio living-comedor que ahora teníamos. Esta nueva forma de vivir me resultaba bastante natural y la vida iba bien. Luego de un año o dos de que llegáramos, mi papá fue despedido de su trabajo. Por un tiempo, mi mamá era la que aportaba para el sustento del hogar, cosa que mi padre pasaría por alto en todas y cada una de las discusiones de ahí en más. Nos cambiamos de colegio a uno más cercano, subvencionado. Pagábamos considerablemente menos y las instalaciones eran, si bien no precarias, mucho menos estrambóticas. Así mismo, nuestros compañeros y compañeras eran tan diversos como colores de pelo hay en el mundo. Creo que fue ésto lo que me hizo comenzar a descubrirme, a entenderme, a saber qué quería, por qué y cómo conseguirlo. Tuve que enfrentarme, de nuevo, a lo que hoy conocemos como bullying, pero como me habían acosado toda la básica y ya estaba harto de que lo hicieran, comencé a responder, a defenderme. Pronto me hice buenos amigos, di mi primer beso, tuve mi primera relación amorosa con una mujer y fui parte del Centro de Alumnos del establecimiento.
Cuando comencé la enseñanza media, ya no era el mismo: Era más seguro, estaba cómodo con quién era, tenía un grupo de amigos, me llevaba mal con otros... No me sentía excluido ni pasado a llevar. Y si alguien lo hacía, a pesar de que no era agresivo ni violento, no me intimidaban. Fui Presidente de mi curso -cargo que no sabía llevar y dejaba que la Vicepresidenta hiciera todo por mi, tuve mis primeros encuentros sexuales con hombres y me emborraché. Cada vez conocía a más gente y me daba cuenta de que me costaba menos relacionarme con distintas personalidades. El tímido y retraído Jeremías de la enseñanza básica rompía el cascarón.
Mientras todo esto pasaba, un muy buen amigo, mi mejor amigo hasta hoy aparecía en mi camino. A lo largo de los años hemos sufrido altos y bajos, pero nos hizo estrechar más el lazo. No hay nadie que me entienda o me conozca más que él.
Luego de unos incidentes adolescentes, decidí cambiarme de colegio. Elegí el Salesiano, colegio masculino de curas. Esa sería una de las primeras decisiones que mi padre me reprocharía a lo largo de mi vida. Hice todos los trámites yo, hablé con todos quienes tenía que hablar y me incluyeron en un curso nuevo, donde habían juntado a diferentes alumnos de diferentes cursos. Fue la primera vez que estaba en un colegio con más de dos letras por nivel. Yo era del cuarto 'g'. Ahí conocí a grandes amigos, me rodeé de más gente y exploré más mi sexualidad tanto con hombres como con mujeres. Haber sido parte de una institución con tantas posibilidades y venir de un colegio en el cual la educación era menos exigente me hizo abrir los ojos a todo lo que podía alcanzar con esfuerzo y dedicación. Aproveché cada minuto en ese colegio y expandí mis horizontes todo lo que pude. Me sentía como una esponja. Y es que no es menor haber podido ir al centro después de clases, fumar en la esquina, hacer la cimarra y otras tantas experiencias que acumulé esos dos últimos años de enseñanza media.
A pesar de que gran parte de mi identidad tiene que ver con mi orientación sexual, nunca dejé que eso me definiera. De hecho, lo que soy hoy, lo que pienso y cómo veo y vivo mi vida puede que, y probablemente sea a raíz de ello; pero no me determina. Soy mucho más que mi orientación sexual.
Digo esto porque, a propósito de mi sexualidad me armé de muchas dudas sobre cómo esta sociedad se configura como lo hace y, más importante, cómo cresta podía aportar yo a generar una sociedad mejor. Creo que la razón de mi elección académica responde a la pregunta por cúales son los factores que permiten el cambio social. Así fue que elegí estudiar Sociología en la Universidad de Concepción, donde los años no pasaron en vano: Mi primera relación estable y duradera, mi relación con la cannabis, la formación política, los carretes universitarios, el crecimiento profesional, los voluntariados, las ayudantías, los viajes... eso y mucho más hicieron historia y dejaron huella en mi. Afiancé mi pasión por la vida y decidí que nunca dejaría morir el pequeño niño en mi.
Actualmente estoy terminando mi carrera, tengo un puñado de amigos y amigas que no soltaré jamás, tengo un perro que me ladra bonito, una familia con la que no vivo pero amo con todo el corazón, cercanía con aquellos y aquellas que me nutren y lejanía con quienes me intoxican. Sé a quién quiero en mi vida y sé cómo trabajar por devolverles todo el amor que me entregan. Sigo siendo un loco, un patiperro, un parlanchín sin remedio. Mis experiencias son mis tesoros, y estoy listo para lo que la vida tenga para mi.
Me la he jugado con todo por hacer de mi camino un camino feliz, lleno de diversión, pero también me he preocupado de plantar semillas mientras le sonreía al mundo. Esperemos que esas semillas se transformen en frutos, pues ha llegado el momento de saltar y saber si la corriente me lleva a donde quiero o me ofrece nuevas posibilidades.
Como sea, haré de mi estancia en este planeta un tiempo de sonrisas. Quiero que mi último aliento esté lleno de felicidad por aquello que hice y que no dejé de hacer.
que linda historia, Jere!
ResponderBorrarOjalá que logres el sueño de tus últimas líneas. Te lo mereces.
:)
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