Pestañas

junio 13, 2016

De exploraciones y magia [Expuesto en Sociedad Utopía Concepción]



Me gustan los besos, las caricias, los mordiscos, las palabras crudamente eróticas al oído, me gustan las miradas cómplices, el calor del abrazo que comienza un encuentro sexual, un palmetazo en el poto, lo eróticamente gracioso que es aguantarse un poquito los gemidos por no aguantarse las ganas y tener sexo donde toque, me gusta encontrarme con gente que no conozco, me gusta explorar con mis amigos y amigas formas nuevas de amarse, me gusta el riesgo, la posibilidad de que me vean, me gusta ver… Hay algo que sucede cuando dos cuerpos se acercan, cuando se tocan.

Y ese algo nunca es lo mismo.

Cuando saludo a una persona desconocida suelo tener ciertas precauciones fundadas en experiencias anteriores, y eso se transmite. Pensar que, corporalmente, el resguardo no es visible es ser ingenuo. Sé que sucede, veo que sucede, siento que sucede; y esa comunicación kinésica entrega un mensaje, el cual es recibido e interpretado de forma probablemente muy distinta a la que yo pretendía, con una intención diferente, interpretación que también estará fundada en experiencias anteriores. Este proceso puede resultar en un apretón que da confianza, que tranquiliza, incluso que contiene. O puede ser que la otra mano se muestre lánguida.

Y ese algo nunca es lo mismo.

Abrazar a alguien que quiero puedes ser una experiencia desbordante, o a veces conciliadora. Dependiendo de la conversación, de si ando receptivo o molesto, de si tengo hambre o estoy apurado, de si es un saludo o estamos arreglándonos después de una discusión; siempre me encontraré comunicando algo distinto. Sin embargo, siempre habrá una proximidad mucho más cercana, mucho más vulnerable que otros acercamientos. Aún si es un abrazo que se sabe “último”, ese que se da antes de no volverse a ver, es un abrazo que lleva consigo un mensaje más cargado de emocionalidad que otros gestos y que excede la capacidad comunicativa de las palabras.

Y ese algo nunca es lo mismo.

No hay dos apretones de manos iguales. No hay dos abrazos iguales. Tampoco dos besos iguales.
El beso que le doy a quien amo al despedirme no es el mismo que le doy al saludar. Fácilmente se podría pensar que la mecánica es idéntica, pero el acto no está constituído sólo de movimientos, ninguna práctica humana es unidimensional. Siempre estamos generando conexiones y desconexiones. La vida parece ser un flujo, una marea de magnetismos y gravedades y tantas otras cosas. Los actos acarrean mensajes que constantemente obviamos, pero que ocurren bajo esa obviedad. No invisibles ni imperceptibles, sino simplemente no procesados, no conscientes.

A veces, cuando el influjo de la luna probablemente está haciendo su mejor aparición en mi existencia, las conexiones se incrementan, profundizan, engrosan. Me encuentro creativo, extrovertido, imaginando, moviéndome, escribiendo, cantando. Me veo queriendo abrazar, queriendo ser abrazado.
A veces, cuando el influjo de sustancias sublimes probablemente está haciéndose sentir con toda su magia en mi sangre, una caricia es un universo entero. Una mirada me puede desacoplar o volverme a armar. Todo me produce algo.

Y ese algo nunca es lo mismo.

De a poco me he ido dando cuenta de lo difícil que es describir sensaciones, lo complicado que es conversar de percepciones. Mientras escribo esto recuerdo una conversación que tuvimos un grupo de hombres luego de una sesión de biodanza, a propósito de los gritos enérgicos y cómo algunos lo encontraban apropiado y otros no. La diferencia la hacía sólo la percepción de lo correcto o incorrecto, y fue complejo centrarnos en lo que se discutía en serio: Qué tan cómodos nos sentimos con la energía voluptuosa y revoltosa de nuestra primigeneidad. Concluímos que intentar poner en palabras algo que se trabajaba precisamente sin ellas podía obstaculizar un proceso e inscribirlo en una dimensión comparativa que no tenía necesariamente un fin nutritivo o transformador. Nos deshicimos de lo problemático que era discutirlo y quedamos con la intención de explorar esa región de nuestra expresión en la medida en que nos sintiéramos cómodos, así como también se destacó lo diferente que puede ser un acto que evoque lo primitivo, ya que puede ser de forma enérgica y ruidosa o suavemente decidida.

Cuando era un poco más chico, tuve un compañero sexual que estaba constantemente haciéndose preguntas sobre lo que le rodeaba, lo cual me pareció un ejercicio interesante de hacer propio. Es más, cuando era aún más pequeño, recuerdo que miraba con cierta pena a les adultes, quienes parecían ya no cuestionarse nada. Esas dos experiencias determinan mi capacidad de intrusear en mi propia experiencia y descubrir cosas, lugares, lunares y gemidos.
Esto, sumado a otros momentos en mi vida, me han hecho comprender que las perspectivas son múltiples, y esto me fascina. Escuchar, intentar comprender, explorar; me apasiona conocer cosas nuevas, probarlas, descubrirme en ellas. Una amiga me dijo que cuando me dedico a algo, me tiro de cabeza. Muy probablemente es cierto, aunque en un principio lo había entendido como algo ofensivo o denigrante. Ahora lo veo diferente, y es que constantemente me encuentro amando lo que hago.
Me apasiona, por ejemplo, explorar. Por eso, cuando voy a comer a lugares bacanes, pido cosas nuevas. Tengo hambre de cosas nuevas. Tengo hambre de besos, de caricias, de encontrar nuevas formas de sentir placer.
Me apasiona disfrutar el sexo. Disfrutarlo en una cama con alguien, solo, de a tres o cinco; disfrutarlo en una conversación, hablar de las cosas que me dan placer y escuchar las formas que consideran placenteras el resto; disfrutarlo como observador por medio de una pantalla o tocando a quienes tienen sexo delante mío. O detrás, o a un lado. Ver cómo la magia de esas conexiones calienta la piel, cómo hace aparecer lo húmedo entre lo seco, la manera en que acelera la respiración. Es magia, y la encuentro en lo apasionante de la exploración.

Y ese algo nunca es lo mismo

Me gustaría saber más de magia. Me gustaría explorar lo diferente que puede sentirse una experiencia tan mágica como lo sería pintar con una venda en los ojos, teniendo como inspiración nada más que el roce de una mano, o el sonido de un suspiro, el calor o frío del aliento de un alguien que juega a ser musa. Sólo pensarlo me dan ganas de tantas cosas…
Me gustaría saber más de magia. Me gustaría explorar mil y una veces esas sesiones de encuentros sexuales donde los ojos se encuentran y no se quieren separar más; explorar esas miradas eternas que redondean todo el proceso, que terminan por unir a un nivel casi divino el vaivén del cuerpo con el hilo más profundo e íntimo que existe, el que quizás se refleja en su iris, o en mi retina.
Me gustaría inventar formas nuevas de tocarnos, de comunicarnos, de encontrarnos, de fusionarnos, de amarnos. Puede que las formas de vivir el amor sean, sino infinitas, indeterminadas. Y así mi intención es buscar con ahínco rincones nuevos, tensionar mi existencia y buscar los límites, desanudar restricciones y liberar. Prefigurar relaciones fundadas en el idealismo amoroso no romántico, sino libertario. Que no se enmarca en el tener, sino en el siendo. Que no se atrapa con la propiedad privada, sino que se libera de ésta. Que no se entrampe con las diferencias en intensidad, sino que acepte lo distinto y eso genere amor incondicional, presente, dedicado. Mi intención es descubrir, ojalá con más personas, lo que significa el amor en su completitud.

¿Es posible amarnos de más de a dos? ¿Es posible enamorarse así? ¿Se puede vivir amando a dos personas a la vez? Y hablo de amor, no de sexo esta vez. Porque el sexo se ha permitido más exploración que el amor. Es evidente que el 2 no es el número límite: He vivido el sexo solo conmigo, con otra persona, de a tres, de a cinco, en persona, virtualmente, en un poema, con suavidad y de forma animal, pensando en quien me besa, pensando en quien me dejó de besar hace un tiempo, pensando en quien me gustaría besar; de muchas otras maneras se ha tenido sexo.

Hay muchas cosas que me dan placer. Constantemente lo busco en todos los espacios que transito y, de hecho, creo que la pulsión por darle un beso a todas las personas que conozco es algo que he vivido más o menos intensamente. Creo firmemente en otra forma de relacionarnos, donde los límites se difuminen de a poco hasta que darse cariño sea cotidiano, y el ser ariscos, toscas y crudos entre nosotras sea lo extraño.

Y ese algo nunca es lo mismo.


En el amor hay territorios inexplorados, oscuros, muy iluminados, mágicos. Quiero vivirlos todos. Vivirlos todos y sentirme amado el doble. Vivirlos todos y amar el doble. Vivirlos todos y sentir el doble de manos. O el triple. Manos que me estén amando y permitan llenar todos mis vacíos, alcanzar todos mis rincones, desnudarme hasta que no haya nada más que develar. Entregarme completo, el triple, el cuádruple. Y no deja de asustarme, suena a que ese sería un estado increíblemente vulnerable, expuesto y explorando mágicamente todas mis posibilidades, y las tuyas, y las nuestras. ¿Pero acaso no se trata de eso?

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