Me gustan los besos, las caricias, los mordiscos, las palabras crudamente eróticas al oído, me gustan las miradas cómplices, el calor del abrazo que comienza un encuentro sexual, un palmetazo en el poto, lo eróticamente gracioso que es aguantarse un poquito los gemidos por no aguantarse las ganas y tener sexo donde toque, me gusta encontrarme con gente que no conozco, me gusta explorar con mis amigos y amigas formas nuevas de amarse, me gusta el riesgo, la posibilidad de que me vean, me gusta ver… Hay algo que sucede cuando dos cuerpos se acercan, cuando se tocan.
Y ese algo nunca es lo mismo.
Cuando saludo a una persona desconocida suelo
tener ciertas precauciones fundadas en experiencias anteriores, y eso se
transmite. Pensar que, corporalmente, el resguardo no es visible es ser
ingenuo. Sé que sucede, veo que sucede, siento que sucede; y esa comunicación
kinésica entrega un mensaje, el cual es recibido e interpretado de forma probablemente
muy distinta a la que yo pretendía, con una intención diferente, interpretación
que también estará fundada en experiencias anteriores. Este proceso puede
resultar en un apretón que da confianza, que tranquiliza, incluso que contiene.
O puede ser que la otra mano se muestre lánguida.
Y ese algo nunca es lo mismo.
Abrazar a alguien que quiero puedes ser una
experiencia desbordante, o a veces conciliadora. Dependiendo de la
conversación, de si ando receptivo o molesto, de si tengo hambre o estoy
apurado, de si es un saludo o estamos arreglándonos después de una discusión;
siempre me encontraré comunicando algo distinto. Sin embargo, siempre habrá una
proximidad mucho más cercana, mucho más vulnerable que otros acercamientos. Aún
si es un abrazo que se sabe “último”, ese que se da antes de no volverse a ver,
es un abrazo que lleva consigo un mensaje más cargado de emocionalidad que
otros gestos y que excede la capacidad comunicativa de las palabras.
Y ese algo nunca es lo mismo.
No hay dos apretones de manos iguales. No hay
dos abrazos iguales. Tampoco dos besos iguales.
El beso que le doy a quien amo al despedirme no es el mismo que le doy al saludar. Fácilmente se podría pensar que la mecánica es idéntica, pero el acto no está constituído sólo de movimientos, ninguna práctica humana es unidimensional. Siempre estamos generando conexiones y desconexiones. La vida parece ser un flujo, una marea de magnetismos y gravedades y tantas otras cosas. Los actos acarrean mensajes que constantemente obviamos, pero que ocurren bajo esa obviedad. No invisibles ni imperceptibles, sino simplemente no procesados, no conscientes.
El beso que le doy a quien amo al despedirme no es el mismo que le doy al saludar. Fácilmente se podría pensar que la mecánica es idéntica, pero el acto no está constituído sólo de movimientos, ninguna práctica humana es unidimensional. Siempre estamos generando conexiones y desconexiones. La vida parece ser un flujo, una marea de magnetismos y gravedades y tantas otras cosas. Los actos acarrean mensajes que constantemente obviamos, pero que ocurren bajo esa obviedad. No invisibles ni imperceptibles, sino simplemente no procesados, no conscientes.
A veces, cuando el influjo de la luna
probablemente está haciendo su mejor aparición en mi existencia, las conexiones
se incrementan, profundizan, engrosan. Me encuentro creativo, extrovertido,
imaginando, moviéndome, escribiendo, cantando. Me veo queriendo abrazar,
queriendo ser abrazado.
A veces, cuando el influjo de sustancias
sublimes probablemente está haciéndose sentir con toda su magia en mi sangre,
una caricia es un universo entero. Una mirada me puede desacoplar o volverme a
armar. Todo me produce algo.
Y ese algo nunca es lo mismo.
De a poco me he ido dando cuenta de lo difícil
que es describir sensaciones, lo complicado que es conversar de percepciones.
Mientras escribo esto recuerdo una conversación que tuvimos un grupo de hombres
luego de una sesión de biodanza, a propósito de los gritos enérgicos y cómo
algunos lo encontraban apropiado y otros no. La diferencia la hacía sólo la
percepción de lo correcto o incorrecto, y fue complejo centrarnos en lo que se
discutía en serio: Qué tan cómodos nos sentimos con la energía voluptuosa y
revoltosa de nuestra primigeneidad. Concluímos que intentar poner en palabras
algo que se trabajaba precisamente sin ellas podía obstaculizar un proceso e
inscribirlo en una dimensión comparativa que no tenía necesariamente un fin
nutritivo o transformador. Nos deshicimos de lo problemático que era discutirlo
y quedamos con la intención de explorar esa región de nuestra expresión en la
medida en que nos sintiéramos cómodos, así como también se destacó lo diferente
que puede ser un acto que evoque lo primitivo, ya que puede ser de forma
enérgica y ruidosa o suavemente decidida.
Cuando era un poco más chico, tuve un compañero
sexual que estaba constantemente haciéndose preguntas sobre lo que le rodeaba,
lo cual me pareció un ejercicio interesante de hacer propio. Es más, cuando era
aún más pequeño, recuerdo que miraba con cierta pena a les adultes, quienes
parecían ya no cuestionarse nada. Esas dos experiencias determinan mi capacidad
de intrusear en mi propia experiencia y descubrir cosas, lugares, lunares y
gemidos.
Esto, sumado a otros momentos en mi vida, me
han hecho comprender que las perspectivas son múltiples, y esto me fascina.
Escuchar, intentar comprender, explorar; me apasiona conocer cosas nuevas,
probarlas, descubrirme en ellas. Una amiga me dijo que cuando me dedico a algo,
me tiro de cabeza. Muy probablemente es cierto, aunque en un principio lo había
entendido como algo ofensivo o denigrante. Ahora lo veo diferente, y es que
constantemente me encuentro amando lo que hago.
Me apasiona, por ejemplo, explorar. Por eso,
cuando voy a comer a lugares bacanes, pido cosas nuevas. Tengo hambre de cosas
nuevas. Tengo hambre de besos, de caricias, de encontrar nuevas formas de
sentir placer.
Me apasiona disfrutar el sexo. Disfrutarlo en
una cama con alguien, solo, de a tres o cinco; disfrutarlo en una conversación,
hablar de las cosas que me dan placer y escuchar las formas que consideran
placenteras el resto; disfrutarlo como observador por medio de una pantalla o
tocando a quienes tienen sexo delante mío. O detrás, o a un lado. Ver cómo la
magia de esas conexiones calienta la piel, cómo hace aparecer lo húmedo entre
lo seco, la manera en que acelera la respiración. Es magia, y la encuentro en
lo apasionante de la exploración.
Y ese algo nunca es lo mismo
Me gustaría saber más de magia. Me gustaría
explorar lo diferente que puede sentirse una experiencia tan mágica como lo
sería pintar con una venda en los ojos, teniendo como inspiración nada más que
el roce de una mano, o el sonido de un suspiro, el calor o frío del aliento de
un alguien que juega a ser musa. Sólo pensarlo me dan ganas de tantas cosas…
Me gustaría saber más de magia. Me gustaría
explorar mil y una veces esas sesiones de encuentros sexuales donde los ojos se
encuentran y no se quieren separar más; explorar esas miradas eternas que
redondean todo el proceso, que terminan por unir a un nivel casi divino el
vaivén del cuerpo con el hilo más profundo e íntimo que existe, el que quizás
se refleja en su iris, o en mi retina.
Me gustaría inventar formas nuevas de tocarnos,
de comunicarnos, de encontrarnos, de fusionarnos, de amarnos. Puede que las
formas de vivir el amor sean, sino infinitas, indeterminadas. Y así mi
intención es buscar con ahínco rincones nuevos, tensionar mi existencia y
buscar los límites, desanudar restricciones y liberar. Prefigurar relaciones
fundadas en el idealismo amoroso no romántico, sino libertario. Que no se
enmarca en el tener, sino en el siendo. Que no se atrapa con la propiedad
privada, sino que se libera de ésta. Que no se entrampe con las diferencias en
intensidad, sino que acepte lo distinto y eso genere amor incondicional,
presente, dedicado. Mi intención es descubrir, ojalá con más personas, lo que
significa el amor en su completitud.
¿Es posible amarnos de más de a dos? ¿Es
posible enamorarse así? ¿Se puede vivir amando a dos personas a la vez? Y hablo
de amor, no de sexo esta vez. Porque el sexo se ha permitido más exploración que
el amor. Es evidente que el 2 no es el número límite: He vivido el sexo solo
conmigo, con otra persona, de a tres, de a cinco, en persona, virtualmente, en
un poema, con suavidad y de forma animal, pensando en quien me besa, pensando
en quien me dejó de besar hace un tiempo, pensando en quien me gustaría besar;
de muchas otras maneras se ha tenido sexo.
Hay muchas cosas que me dan placer.
Constantemente lo busco en todos los espacios que transito y, de hecho, creo
que la pulsión por darle un beso a todas las personas que conozco es algo que
he vivido más o menos intensamente. Creo firmemente en otra forma de
relacionarnos, donde los límites se difuminen de a poco hasta que darse cariño
sea cotidiano, y el ser ariscos, toscas y crudos entre nosotras sea lo extraño.
Y ese algo nunca es lo mismo.
En el amor hay territorios inexplorados,
oscuros, muy iluminados, mágicos. Quiero vivirlos todos. Vivirlos todos y
sentirme amado el doble. Vivirlos todos y amar el doble. Vivirlos todos y
sentir el doble de manos. O el triple. Manos que me estén amando y permitan
llenar todos mis vacíos, alcanzar todos mis rincones, desnudarme hasta que no
haya nada más que develar. Entregarme completo, el triple, el cuádruple. Y no
deja de asustarme, suena a que ese sería un estado increíblemente vulnerable,
expuesto y explorando mágicamente todas mis posibilidades, y las tuyas, y las
nuestras. ¿Pero acaso no se trata de eso?
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