Pestañas

julio 24, 2011

Ellas, expresión de la divinidad

Ayer viví una experiencia que dificilmente podré olvidar.

Luego de anoche, en una de las incontables vueltas que le doy a todo, me di cuenta de que había algo que acaba de entender y me alegraba de hacerlo, porque en alguna medida forma parte de la caja donde se guarda el secreto de mi cosmovisión; y todo a partir de la diferencia entre cómo se toca a una mujer y cómo se toca a un hombre.

Puedo estar generalizando, y lo más probable es que así sea, pero creo que hay diferencias bien marcadas en cómo se abordan los cuerpos con los cuales uno suele entrar en contacto. Y es cosa de referirse a uno mismo, por ejemplo.

¿Qué habrá en los hombres que preferimos un poco más la brusquedad? ¿Qué hace que un apretón, un mordisco o incluso un juego violento nos excite tanto? Puedo estar loco y terminar pareciendo más freak de lo que ya parezco, pero suelo empalmarme con aquellas situaciones. Es fácil para mi hacerlo, de hecho. Mi erotismo es rápido, hacia afuera, expulsor y extravertido. Basta con que mi cuerpo contacte a otro, lo sienta cerca para comenzar a sentir esas típicas ansias contenidas que en cualquier momento se dejan escapar y terminan girando en universos paralelos convertidas en remolinos vortiginosos. Es así de simple. Eso me basta.

Muy, muy ljos de ello, anoche una mujer me enseñaba como tocarla. Es precisamente esta parte de la noche la que me motiva a escribir esto, porque la diferencia que hay entre cómo despierto yo y como despertaba ella es sutilmente abismal.

Por mucho que le gustaba jugar conmigo bruscamente, no tenía mucha relación con su propia excitación. Le divertía, era claro; pero su deseo no se hacía expreso en ello. Más bien se aprovechó del mio, sin que yo pusiera resistencia real. Fue luego de varias horas de entremeses y conversaciones descontextualizadas que accedió a enseñarme, a ser mi tutora de su cuerpo. Nada de apretones, rasguños, palmadas ni posesión. Su cuerpo no era mio. Simplemente tenía un permiso limitado, el cual debía aprovechar para aprender que lo único permitido eran roces. Y se retorcía.

No había que confundir roces con suavidades aburridas, porque a la hora de acercarme, las cosas cambiaban y eran un poco más igualitarias: la pasión se hacía manifiesta en mi mano, en su cuerpo y los dos disfrutábamos de lo exquisito del placer dado y recibido. Me sorprendía saber que no todo estaba donde yo pensé que estaba, que su cuerpo no tenía nada de superficial, y que era hermoso tocarla así.

Esos recreos fueron decidores: nos pudimos decir mucho. No fue solo aprender a tocarla, sino aprenderla entera. Saberla, conocerla. Me estaba dejando entrar, adentrarme en ella y ya no tenía ninguna verguenza. Yo daba gracias a los dioses.

De a poco, y no sé en qué momento, decidimos que era bueno dejarnos llevar.

Lo que siguió fue indescriptible.

Fue horas después que comprendí que aprender a tocar a una mujer es un requisito para compenetrarse con la divinidad. Que el sexo es un culto a una diosa que no conozco, pero que siento en mi propio cuerpo cuando estoy con ellas. Que lo diferente es escencialmente de otra dimensión, pues yo soy tan terrenal como la tierra y ellas tan superiores como la semilla. ¿Que qué tiene que ver? Pues una semilla no simplemente se planta, sino que se cuida. Se hace necesario, para que germine, que ciertas condiciones estén dadas. Cuando crece, es imperante establecer una relación con ella, y si ésta es fructífera nos regalará sus pétalos al final de su período, cuando ya no sea semilla sino planta.

No me interesa más que conocerlas, aprehenderlas, porque me llevan a un lugar que no conocía y del cual no quiero volver.

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